¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡Bueno! ¡Bueno, bueno! No importa.
Espero que alguien del otro lado me escuche.
Han sido tantas veces las que he
venido hasta aquí con la esperanza de que esto funcione, de que encendiera este
maldito aparato, que incluso había perdido ya la esperanza. No lo había
conseguido nunca, hasta ahora. Y ¿qué era? Una casualidad, una fortuita casualidad.
Pero al fin lo he conseguido y estoy aquí para mandar este mensaje, para pedir
ayuda a no sé quién, a alguien que pueda escucharme del otro lado. A veces
pienso que esto es una tontería, pero mi tío confiaba bastante en esto. Yo
quién soy para juzgar las palabras de los muertos. Ustedes, cuando escuchen
esto, seguro no lo creerán. Mi tío me lo dijo y así yo a ustedes: no lo
creerán. No puedo decirles ni siquiera desde qué fecha les hablo. Pero, en
serio, es de otros tiempos, de unos que nunca imaginaron.
A orillas de un peñasco nos
sentábamos a mirar la antigua ciudad de Puebla. Lejos, lejos que apenas
nuestros ojos la alcanzaban a notar entre la neblina gris. Él me lo contaba
siempre ahí, quizá porque quería que nunca olvidáramos el origen, o quizá
porque algo se le había perdido en aquellos años. Decía mi tío que todo comenzó
hace mucho tiempo; veinte años antes de que yo naciera. Así siempre lo dijo.
Así lo he creído desde entonces. Un día el mundo se fue enfermando de no sé
qué, pero la gente moría por todos lados. Los médicos no atinaron nunca a
descubrir qué sucedía en los cuerpos, no supieron por qué se tensaban los
músculos antes de sobrevenir el colapso, el paro y luego la muerte. Ahora ya
qué importa, ya no tenemos nada con qué saberlo, aunque sospechamos de algo.
El primero en morir de tal modo
fue un indigente que deambulada por las calles del Centro. La gente lo tomaba
de a loco por golpearse a sí mismo y gritar: ¡quién es el mugroso, eh!
¡quién es el mugroso! La rabia conque lo hacía asustaba a la gente y todos
inmediatamente corrían lejos pensando que en algún momento habría de soltar los
golpes alrededor. Nunca fue así. Pero un día, dicen que levantó el brazo y lo
detuvo en lo alto, se incorporó como quien acaba de despertar de la siesta de
medio día, que miró a los transeúntes extrañado, como no sabiendo dónde estaba
ni qué sucedía. Luego se miró a sí mismo, se recorrió por rentero y balbuceante
dijo algo que nadie ciertamente alcanzó a oír. Se repegó a los muros del Templo
a la Santísima Trinidad y así como amanecía todos los días, encogido y
arrinconado, murió. Nadie le dio importancia. Era nadie. Era un no deseado.
Días más tarde, para fortuna de
muchos, murió del mismo modo De la Colina. Mi tío decía que fue el gobernador
más corrupto de toda la historia de Puebla. Quizá tenía razón, no sé, hoy ya no
existe nada de eso. La cosa es que a De la Colina le notaron algo extraño. Su
rostro no parecía el de un muerto normal. Los ojos se le habían abierto tan
enormes, que el blanco del globo ocular se veía como queriendo escapar, mas estaba
preso en su cavidad. Los brazos se habían retraído hacia su pecho como quien se
protege de algún golpe, sus puños estaban muy apretados y todo él era una momia
tan tensa que fue difícil estirarlo para meterlo en la caja. Dicen que lo
enterraron sentado, como arrinconado en el hueco que haría su tumba.
Lo curioso es que en ambas
muertes alguien notó una particularidad en el rostro. Era que la tensión sobre
la boca parecía extraña, muy extraña. Era una sonrisa atroz que dejaba ver los
dientes y deformaba la cara de tal modo, que hizo imposible todo velorio. Nadie
quería ver esas caras. Esos rostros se metían en la cabeza como para no dejar
dormir. De hecho, decía mi tío, que hubo casos de insomnio en aquellos que
vieron a los muertos, y que días después murieron con la misma sonrisa extraña.
Luego de la muerte del
gobernador, y de las ligeras alegrías que eso trajo consigo, sobrevinieron más
muertes. Todas igual. Todas con la misma posición y el mismo rostro. Ahí
comenzaron las indagatorias sobre la causa. Al principio, como no daban mucha
importancia, supusieron que era una especie de envenenamiento. La gente
inmediatamente se vio arrastrada a una compulsiva obsesión por lavarlo todo,
hasta lo más mínimo. Pero luego alguien más dijo que no importaba cuánto se
lavara algo, porque bien podría esa cosa venir dentro del producto, incluso en
la misma agua. Se desinfectaron los campos, las fábricas de alimentos, se
cloraron los depósitos de agua potable, se añadió un tratamiento especial a las
aguas residuales. Nada. Absolutamente nada detenía las muertes. Luego, alguien
notó que las muertes acaecían más en los adultos mayores y a todos ellos los
aislaron, pensando que podría extenderse a los demás. Revisaron las
co-patologías para encontrar algún patrón, pero nada les dio respuesta, sobre
todo porque, cuando notaron esto, las muertes se dispararon a diestra y
siniestra sobre el resto de la población. No importaba la edad; adulto, niño o
joven, mujer u hombre, todos morían igual.
¿Qué sucedía? ¿Por qué sólo
Puebla presentaba los casos? Miles de historias se contaron, miles de razones
esgrimidas por todo tipo de opinión que no aportaron nada y que, por el
contrario, crearon una psicosis terrible en los habitantes de la ciudad.
Mientras tanto, se dejaron de recibir turistas, y no era que se hubiese
restringido la entrada, sino que ya nadie quería visitar la ciudad de los
Ángeles. Se temía encontrar la muerte aquí, en sus calles, en su gente. Se dijo
que, así como había sido soñaba, así también un despertar abrupto habría de
acabar con toda ella; que las muertes no eran más que el preámbulo del soñador
que intenta despertar. Así decía mi tío. Así lo he creído desde entonces. Pero
aún no se acaba de despertar ese soñador de Puebla, porque ¿qué son los sueños
en ese otro nivel? Un abrir y cerrar de ojos pudieran ser millones de años en
nuestro universo.
En el frenesí por encontrar al
culpable, se señaló cualquier cosa como causante del mal. Quizá un virus en los
pollos, en los cerdos, en las vacas o en cuanto animal conocido hubiese en la
ciudad. Perros, seguramente eran los perros. Fue tan triste, decía mi tío. Era
tan fácil hacer asociaciones sin sentido que, por una vez que alguien murió
luego de comer unos tacos en el Paseo, se creyó que el mal estaba en la carne.
En ese entonces se decía, sin pruebas, que la carne era de perro. Y, como para
las creencias no es necesaria ninguna prueba, el temor se corrió de tal modo,
que se comenzó a monitorear a los canes día y noche. Días más tarde, fueron
prohibidos y muchos de ellos sacrificados. Luego se dieron cuenta del error,
pero ya era tarde. Los pocos perros que quedaron en la ciudad eran estériles,
porque una moda humana decidió sobre ellos su reproducción. Pobres perros, hoy ya
ninguno queda; sólo se conocen las fotos sobre papeles que el tiempo consume.
Pobres perros. Se ve que eran bonitos. Y así como ellos, hoy tampoco hay gatos,
estos huyeron de la ciudad cuando comenzaron los sacrificios masivos de
animales creyéndolos a todos infectados. Nadie sabe a dónde fueron, no se han
vuelto a ver por aquí.
Más muertes, más interrogantes. Más
rostros extraños y entierros sentados; y nadie sabiendo la respuesta. Las
conjeturas crecían y los disparates, que la costumbre de la época hizo comunes,
no dieron tregua a la sensatez. Por ahí comenzaron los rumores. Dijeron algunas
voces mediocres que el estilo de vida en las colonias populares, el
hacinamiento en que se hallaban, sus dietas grotescas y más, habían causado la
enfermedad. Todo, todo lo que se asociara a ellos fue motivo de señalamiento a
tal grado que les restringieron la movilidad. Como imitando viejas costumbres, apenas quienes eran indicados
por los ricos, entraban a la zona limpia de la ciudad a ofrecer su servidumbre.
Los menos gozaban de una libertad como nunca se había visto, como si la Puebla
de los Ángeles por fin hubiese cumplido su sueño de ser una ciudad de élite.
Dicen que paseaban orgullosos en sus autos de lujo por las grandes avenidas,
mismas que estaban bajo el cuidado de la guardia civil. Pero a todo le llega su
tiempo. Y los ricos se habrían de dar cuenta que nada de lo que ellos son es
posible sin los otros, los de mero abajo.
El paulatino colapso de la ciudad
demostraría que ninguno de aquellos podría sobrevivir por el sólo dinero
guardado. Porque, en cambio, a los otros la propia vida, difícil siempre por
causa de los de arriba, les había enseñado las mañas necesarias para
sobrevivir. Y, mientras los ricos comenzaron a tener hambre, los otros sembraron
en sus terruños y cultivaron la vida haciéndola florecer. No importaba qué tan
lejos estuvieran o de qué lado de la ciudad hubiesen quedado, ellos se
comunicaban, se informaban de lo que otros producían. Los de arriba se
consumían en sus fiestas de opulencia estéril, los de abajo sobrevivían a lo
que sería inevitable: el colapso.
Las muertes aparecían más en los
barrios populares, pero lo que nadie observaba era que obviamente ahí habrían
de ser más, porque el número rebasaba por mucho, por millones, a los otros. De
ahí que esa primera incursión en el parcelamiento de la ciudad pareciera
funcionar. Recluidos los pobres en sus propios límites, los ricos pensaron que
estaban a salvo, aunque las muertes entre ellos también seguían aumentando. Fue
justo cuando los de abajo se negaron a servir a los otros, cuando los ricos
tuvieron un golpe de realidad. Estaban peor que solos, estaban destinados a
desaparecer como clase. Una nueva opinión surgió en los barrios. Era que la
naturaleza por fin ofrecía la justicia negada por tanto años. El temor de los
menos por la muerte de inanición se volvió latente y a toda costa buscaron
comprar el alimento de los pobres. Ofrecían todo el dinero y promesas a futuro
que ninguno de los más creyó. Y, al verse tan diminutos ante la voluntad de la
gente del barrio y de los pueblos, hicieron lo que acostumbran en esas esferas,
contrataron gente sin escrúpulos para robar, para saquear a como diese lugar
las reservas mínimas de la gente del pueblo.
Ahí comenzó el acabose. El que no
se moría inexplicablemente encogido y sonriendo macabramente, se moría a bala
por causa de la locura de los ricos. Luego vinieron los incendios que
encapsularon a Puebla en nubes negras gigantescas. Decía mi tío que por ahí
alguien ya no pudo enterrar a sus muertos y entonces hizo una fogata enorme
para colocar los cuerpos. Las llamas crecieron tanto, tanto, que lo alcanzaron
a él, y luego a la casa de en junto, y a la de al lado, y la de atrás, y así se
fue hasta que una cuadra entera estuvo en llamas. ¿Quién iba a detener los
incendios? Nadie. Todos andaban buscando salvarse a sí mismos. El fuego cayó en
octubre y los aires que anuncian la llegada de los muertos extendieron por toda
la ciudad las llamas. No hubo lugar a salvo porque hasta el más lejano se tiznó
de hollín. Los que quedaban en la ciudad comenzaron a salir de sus chozas que
más parecían madrigueras, pero no les alcanzó la esperanza para cruzar las
fronteras, porque, sin sospecharlo, Puebla estaba sitiada desde hacía años por
las fuerzas castrenses de la república. Desde que todo había comenzado. Aquél
que se atrevió a cruzar los cercos sanitarios sin la exhaustiva revisión de la
que eran objeto, fue muerto en el instante y depositado en una fosa común. Aún
andan por allí esos lugares, uno pude reconocerlos porque la tierra se mira de
otro color.
Mi tío escapó a través de las
barrancas. Ahí se encontró con mi madre y con otros tantos que se volvieron su
familia. De hecho, con muchos de los que me esperan allá arriba. Años después
se enteraron de que el país entero se vio envuelto en los mismos casos y no
hubo ciudad en pie desde entonces. Todos corrieron para los cerros y las
montañas, donde se creía que aquello no llegaría. Ahí, fugitivos de la muerte
extraña, hubo que adecuarse a la vida agreste y cerril. Y entre los que
quedaban, platicaron de sus experiencias hasta lentamente darse cuenta de que algo
los unía. Era que todos ellos habían leído un libro en específico. Lo notaban
cuando hablaban, en las palabras, en las construcciones que hacían, en las
referencias que se enlazaban de cierto modo a un pasado común. Ni siquiera
ellos podían creer que ese libro tuviera algo que ver. Sin embargo, no tenían
ninguna duda de que era precisamente eso lo que los había salvado. Y si los que
aún estaban aquí querían seguir con vida, entonces era necesario que todos lo conocieran.
Decía mi tío que desde ese
entonces bajaban de vez en cuando a explorar la ciudad para saber si entre los
escombros y las cenizas había quedado algún ejemplar. Lo buscaron por todas
partes, en donde habían estado las bibliotecas. Era difícil ubicarse entre lo
que quedaba de Puebla, sobre todo porque las llamas, luego de consumirlo todo,
habían dejado unas nubes grises espesas que hacían imposible respirar. Por eso
nadie ha vuelto aquí, por eso seguimos buscando a tientas y por eso se lo
prometí a mi tío. Fueron años, muchos años sin encontrar nada aquí ni allá.
Hasta que un día alguien vio un indicio, fue casi nada, pero al fin al cabo un
indicio, un trocito de papel que inmediatamente reconocieron todos. ¿Qué decía?
Casi nada, apenas estas palabras “América Latina existió desde siempre bajo
el signo de la utopía”. Me las hizo aprender muy bien mi tío. Ellos sabían
bien de quién eran; ellos habían leído por entero el libro. Pero ¿por qué los
salvó a todos? ¿de qué trataba esa cosa? El pedacito lo encontraron aquí y
desde entonces no han dejaron de visitar este lugar. Mi tío me lo decía allá en
la peña. Ahí en ese lugar te vas a encontrar muchas cosas, pero lo
importante es hacer funcionar la cajita del fondo, la que parece carpeta. Él
sabía que una respuesta nos encontraríamos aquí.
Mi tío nunca dejó de buscar, lo
sé. Murió de muerte natural y fue enterrado recostado directamente sobre la
tierra. Tenía como 50 años, yo como 25. Nadie realmente sabe, todo eso lo
suponíamos por los cambios de clima. Cuando volvían los fríos o los calores,
decíamos que ya había pasado otro año. Así era y así es. Fue él y luego los
otros de su época los que también enterramos recostados en la cima de la
montaña. Tras la muerte de todos aquellos, la búsqueda paró. No se veía razón
para seguir con algo que parecía estar en el olvido. Sin embargo, hubo algunos
que decidimos continuar, no sólo porque al final de cuentas necesitábamos saber
qué era todo aquello por lo que pasaron nuestros mayores, sino también porque
nada nos aseguraba que aquello no volviese otra vez sobre nosotros, más feroz,
más terrible, más atroz.
Por eso seguimos viniendo aquí,
aunque ya más de vez en cuando. A diferencia de otros, yo no me distraje en la
búsqueda del libro. Sabía que era imposible encontrarlo pese a tener un indicio.
Lo que no era imposible era avanzar en la tarea de mi tío. Había encontrado
algo muy importante que, según él, nos devolvería a la ciudad. Mi tarea era
clara y él me lo había pedido muchas veces: cuando vayas allá abajo, verás
una cajita, parece una carpeta, ten cuidado con ella, pero si logras que
funcione seguro encontrarás respuestas. Haz todo por ver cómo regresamos de
nuevo a la ciudad. Sinceramente no sabía qué sería esa cajita, y lo único
parecido a ello es esto que tengo frente a mí. No había nada más en este lugar.
De hecho, la primera vez que vine me parecía todo un desorden, pero conforme
pasaban los días de exploración iba entendiendo los pasos que había hecho mi
tío y que ya no le dio tiempo completar. Me pregunté tantas veces cómo hacer
funcionar esto. Lloré de la desesperación y ya no quería regresar. Pero todo
pasa por algo.
La semana pasada se vino una
tormenta eléctrica enorme que me fue difícil salir a tiempo para regresar a la
montaña. Me quedé aquí, sola, esperando a que todo pasara, a que el día se
calamara o a que de plano los humos grises me mataran. Se oían los truenos en
lo alto y sus luces iluminaban entre la densa nube lo que antiguamente fue la
ciudad. Cayó un rayo en algún lugar cercano. Las chispas anaranjadas saltaron
sobre el horizonte e inmediatamente todo a mi alrededor se iluminó. La cajita
tenía una luz que parpadeaba. Me acerqué a ella y con mi dedo la toqué. No
saben la impresión que tuve de ver lo que vi, de oír lo que oí. La cajita
habló, me pidió que dijera algo: ¡hola! Y entonces conversamos, y me contó una
historia sobre la posibilidad de mandar mensajes a otros lugares, a otros
tiempos, a otras personas. Por eso estoy aquí. Por eso les hablo, porque sé que
este mensaje puede ir hacia el pasado. Me lo dijo la cajita cuando me habló de
la máquina del tiempo. Ustedes no lo creerán, pero debo hacerlo, porque
necesitan saberlo. Nada va a evitar que mueran, pero seguro pueden ayudar a
muchos otros a salvarse conservando ese libro que los mayores buscaron. Vayan a
sus bibliotecas, ahí seguro está. Recuerden: “América Latina existió desde
siempre bajo el signo de la utopía”.
La luz parpadea, parece otra
tormenta, será mejor que me vaya. Si sirve de algo: No teman nada. Así me lo
dijo mi tío y así se los digo yo, porque el miedo mata, se mete en nosotros y
no da tregua: no teman, porque los muertos posiblemente se morían de miedo y el
libro aquél era para...