Pero calma,
este no es un texto científico, académico o de divulgación. No. Es apenas un
texto, un tejido sígnico que surge del barullo. Los sonidos del mundo son
indicios de sí mismos y todo percipiente de tal o cual forma los interpretaba
para usarlos a su favor, es decir, para sobrevivir. El hombre primitivo seguramente
dialogaba más con la naturaleza de lo que nosotros ahora lo hacemos. Él
escuchaba el canto de las aves, el aire entre las ramas, los pastos o en los
páramos, un volcán vomitando la piedra fundida y las señales de la naturaleza
condicionaban su quehacer.
Miles de
años fueron necesarios para que un sonido en el aparato fonador de los humanos
fuera asociado a otros sonidos de la naturaleza y comenzara así una tradición
que nombrara al mundo: la voz; la palabra. Ese sonido se vuelve singular en su
pluralidad y se multiplica por aquí y por allá, y a los conjuntos de
características similares se les dio también un nombre: lenguas. Otros tantos
miles de años después, alguien descubre que puede guardar los sonidos y los
graba sobre la piedra o sobre las cortezas, luego sobre el papel. Dijera
Quevedo, aprendimos a escuchar con los ojos, a conversar con los difuntos. La
voz y la palabra son de una importancia tal que para algunas culturas sus
dioses inventan el mundo cuando lo nombran: Y dios dijo…
Pero todo
vuelve a su origen y esta voz y esta palabra tienden al silencio, aunque nadie
nos enseñó a valorarlo. ¿Será que lo asociamos con la muerte positiva? ¿Será
que fueron tantos años para dominar la palabra que dejarla ir así no más nos
parece un grande fracaso?
Pocos ven el beneficio del
silencio, más en una época como la nuestra, donde impera el ruido, donde todos
tenemos opinión de todo y a la vez de nada, donde realmente no conversamos,
apenas soltamos escaramuzas verbales sin trascendencia. Ciertamente hemos
luchado por ser escuchados, pero ¿a dónde nos encaminamos cuando el interlocutor
escucha lo que quiere y no lo que se dice? ¿A dónde vamos cuando nuestras
respuestas carecen de antemano de sustento, cuando ya nada las sostiene en lo
profundo? ¿Será que estamos en el punto máximo del bullicio? De ser así nos
toca retornar al silencio, a la paz invalorada en un mundo cargado de rumores.
Este texto no debió existir. No
tiene narratario en sí mismo, ni destinatario más allá de sus fronteras. Ya ni siquiera busca el diálogo. Es
apenas el ruido de mi cabeza que busca salir y que, para controlar su huida,
lo he sitiado en la palabra escrita, en el silencio. Que muera aquí. Es todo. Fin…