Supongamos que hoy nos levantamos a cierta hora de la mañana
y por alguna razón misteriosa nos hincamos de rodillas hacia el sol naciente,
agradeciendo el comienzo del nuevo día con la espera profunda de algo mejor. Y
supongamos ahora que, por azares de la vida, el día que iniciamos se muestra
amable, apacible, bondadoso y nos permite interactuar con otras personas de la mejor
manera, de buenos modos. Pasan las horas y nada malo ocurre. Agradecemos a la
naturaleza o a alguna divinidad, y al final del día deseamos que éste se repita.
Ahora
supongamos que el resto de los días del año pasan incomparables a ese único y
que, cuando la vuelta al sol nos regresa al imaginario ciclo circular (que más
bien es espiral), recordamos que un año atrás habíamos hecho un ritual que dio
sus frutos positivos. Así que lo repetimos. Posiblemente no se dé la fortuna,
pero igual puede que se manifieste una similar o muy parecida. Entonces,
nuestra cabeza guarda ese recuerdo bien mecanizado, para que al año entrante
repita la fórmula mágica y se cree la ilusión benéfica de un ciclo iterativo.
Ahora bien,
aquel que ha hallado un modo de confortar sus peripecias, como no vive aislado
de otros, seguramente se lo comente a varios y afirme de ese su modo una verdad
infalible para todos. Ahí, esos otros que escuchan podrán dudar de la fórmula
mágica, pero de lo que no dudarán será de ponerla a prueba, puesto que nada
será perdido en el intento.
Unos
cuantos hacen la fórmula, luego varios, luego muchos. Al final tenemos un
ritual que va de boca en boca y, cuantos más prueban de esa mágica ilusión, el
número juega estadísticamente a favor del ritual. A los años se expande por
nuevas geografías, a nuevos grupos, a nuevas culturas. A los años se pierde el
origen, el motivo. A los años apenas se supone la razón de su nacimiento y,
como todo lo que no es posible explicar, magias nuevas llenarán los huecos que
la memoria colectiva ya no puede. Cientos de años después, la repetición de esa
acción individual parece haber estado ahí desde siempre y termina integrada en
la sacralidad de los ciclos.
No hay marcha atrás, la sentencia
está hecha y pocos escapan a su influjo. No es que esté naturalizado el ritual,
sino que está interiorizado, está en el cuerpo, en la mente, en la memoria
colectiva, en la masa y sus interacciones. Su interrupción o su modificación
drástica se verá como una amenaza mortal a la magia atribuida, como una ofensa al
dios que terminó encapsulado en ese ritual. Pero el dios ese que ha sido
capturado no cumple caprichos ni sigue reglas humanas. ¿Cómo escapar de la
lampara maravillosa? ¿Quién frotará las curvas metálicas para liberarlo? ¿Quién
será el valiente que se sacrifique?
Entonces llega una entidad
minúscula y propone una dinámica diferente a la del ritual, pero no lo hace
ingenuamente, sino con toda alevosía. ¿Matar o morir? Hacer el ritual para
conservar a la magia y al mago en su pote, aunque en ello se sacrifique la vida
misma. O bien, acabar con el rito, matarlo, liberar a la magia y al mago de su prisión
y a cambio conservar la vida, quizá, para inventar otros nuevos ritos, otras
nuevas costumbres.
Es febrero, la ilusión de un mago y su magia están aún en su nicho, varios prefirieron el sacrificio del doce y el veinticuatro de diciembre, otros más del seis de enero y seguramente muchos otros más ofrendarán la vida por un pote vacío en lo que resta de esta pandemia.
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